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Revista N°13

36 - Revista NUEVA POLÍTICA 13 - Oct/2012 Europea, donde un número creciente de electores de países como Alema- nia u Holanda prefiere terminar con la alianza antes que continuar subsi- diando a sociedades que tienen acti- tudes diferentes hacia el trabajo y la responsabilidad individual. Esos electores piensan, con cierta razón, que si los griegos desean vi- vir como los suecos, deben trabajar como ellos y no esperar que un flujo constante de transferencias los indul- te del enorme esfuerzo, disciplina y buen gobierno que ello requiere. La desigualdad y la competencia Otro de los caballos de batalla de los partidarios del igualitarismo es la des- confianza en la competencia y en el progreso. Desconfían de la producción extranjera porque, supuestamente, des- truye puestos de trabajo nacionales. Es curiosísimo que quienes suelen calificarse como progresistas suelen ser quienes con mayor virulencia se oponen a los cambios tecnológicos y a los avances de la ciencia, basados en la hipótesis, a veces cierta, de que sustituyen mano de obra. No en balde, las sociedades domina- das por esos progresistas son las que menos progresan. La verdad es que el progreso, al me- nos en una primera etapa, siempre genera perdedores. La imprenta acabó con miles de co- pistas que devengaban su salario es- cribiendo a mano, pero poco a poco fueron sustituidos por los obreros de artes gráficas. La luz eléctrica casi liquida la enor- me industria de las velas y las cere- rías, mas aceleró todos los procesos productivos, modificó los horarios de trabajo y creó miles de nuevas activi- dades. Es tan obvio que el progreso termina por beneficiarnos a todos, aunque a corto plazo perjudique a algunos, que no vale la pena continuar dando ejemplos. Pero el progreso se sostiene, precisa- mente, en la desigualdad y en el des- equilibrio. Esa es su naturaleza. Hay espíritus inquietos, desiguales, que se proponen hacer nuevas cosas, o hacer las viejas cosas de manera dife- rente. Suelen ser individuos creativos, rompedores, que traen cierto benévolo desasosiego a nuestra convivencia. Joseph Schumpeter hablaba de la destrucción creadora del mercado. Los consumidores e inversionistas, con sus recursos y sus preferencias, destruían y construían empresas constantemente. Tenía razón. Y no era un fenóme- no perverso, sino beneficioso. Es así como mejor se asigna el capital y, al cabo, como más rendimiento produ- ce, más empresas genera, y con ellas más puestos de trabajo. Hace unos días, nada menos que Ko- dak se declaró en bancarrota. La des- truyeron la tecnología digital y los te- léfonos inteligentes que son, además, cámaras de fotografía. Kodak no supo o no pudo adaptarse a los tiempos modernos. Newsweek tampoco, y con esa revista cientos de diarios de papel y numerosas editoria- les han cerrado sus puertas. Internet es una especie de gigantesco tornado que arrasa y absorbe todo lo que se le acerca: periódicos, libros, mú- sica, escuelas, radio, televisión. Todo. Esos formidables cambios, natural- mente, conllevan altibajos. Dislocan la producción y la remuneración de los agentes económicos. Pero también explican las diferencias de ingresos. Quienes han tenido la suerte o la visión de formar parte de las actividades preferidas por el mer- cado, que suelen ser las de tecnología punta, reciben mayores beneficios. Por eso prosperan muchos individuos y muchas empresas más allá de la media. Y por eso, cuando en una so- ciedad proliferan este tipo de empre- sas, no sólo el enriquecimiento indivi- dual y colectivo es ostensible: también disminuyen las diferencias que sepa- ran a quienes tienen más de quienes tienen menos. La principal razón que explica por qué el Coeficiente Gini de los países escan- dinavos o de Suiza es más justo que el de las naciones latinoamericanas o afri- canas, no radica en el alto nivel de im- puestos que pagan los ciudadanos de esos países, sino por la calidad del te- jido empresarial que poseen, hecho que posibilita el pago de salarios altos. De donde se deduce y desmiente otra fa- lacia proclamada por los igualitaristas: Si lo que se desea es reducir las abis- males diferencias que existen en nuestros países entre los que tienen más y los que tienen menos, la fórmu- la es desarrollar un tejido empresarial complejo y moderno, con alto valor agregado, como ha hecho Israel, por ejemplo, la nación que más empre- sas incuba y genera de acuerdo con su población, lo que implica darle una gran importancia a la tecnología y a la ciencia. Termino con una observación inevita- ble: no hay que luchar para que todos dispongan del mismo modo de vida. Eso es contraproducente, contra na- tura, empobrecedor. Hay que luchar para que las personas tengan una educación y una información ade- cuadas. Hay que inducir el compor- tamiento individual responsable para crear ciudadanos convencidos de que una de sus tareas y obligaciones es sostener al Estado, y no que el Estado los sostenga a ellos. La calidad de una sociedad, en suma, no se mide por el grado de igualdad que exista entre sus miembros, sino por las posibilidades de vivir y crear riquezas en libertad sin necesidad de la asistencia colectiva. Se mide, en suma, por las posibilidades que tienen los ciudadanos de buscar en ellas la felicidad individual. Aquellos Estados que se ven obliga- dos a asistir a una parte sustancial de los ciudadanos, y no sólo a los que es- tán objetivamente incapacitados, no son Estados benevolentes y genero- sos, sino Estados fallidos precipitados a la violencia, el atraso, el desorden y la crispación creciente de la sociedad. Eso es lo que nos ha enseñado la his- toria. Carlos Alberto Montaner Peridosita, escritor y politico Comentarios

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