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Revista N°13

Revista NUEVA POLÍTICA 13 - Oct/2012 - 35 glass North llama “sociedades de ac- ceso limitado”. El dinero de los productores sostenía a los poderosos y el favor de los po- derosos incrementaba el dinero de los productores. Era difícil entrar en ese círculo vicioso –nunca mejor dicho-- de los ganadores. Esa fórmula (que todavía perdura en la mayoría de los países del planeta) duró, precisamente, hasta que en Es- tados Unidos, sin proponérselo, echa- ron las bases de un modelo diferente de Estado, basado en la igualdad de derechos, la competencia y la merito- cracia. En Estados Unidos los privilegios eran mal vistos y todos debían colocarse bajo el imperio de la ley y la autoridad de la Constitución. Ganar con venta- ja era censurable y, muchas veces, constituía un delito. No obstante, lo que cambió poco fue el juicio moral sobre quienes poseían la riqueza y los que nada tenían. La visión ética siguió siendo la que se empleaba para juzgar a las socieda- des de acceso limitado, sin advertir que comenzaban a forjarse (sigo con la denominación de Douglas North), sociedades de acceso abierto en las que el desempeño económico brota- ba, en gran medida, del esfuerzo y la responsabilidad individuales. En español se abrió paso una palabra cargada de censura: había que trans- ferir fondos a los desposeídos. Es de- cir, a las personas a las que los otros, de alguna manera, les habían usurpa- do sus posesiones. Por supuesto, era humanamente correcto a ayudar a quienes tenían grandes necesidades, pero el plan- teamiento estaba teñido por la culpa- bilidad, como si los que nada tenían fueran las víctimas de los que habían creado y acumulado riquezas. No entendían algo que José Martí, el más ilustre de todos los cubanos, ex- plicó en su prólogo a un libro del autor Rafael Castro Palomino a fines del si- glo XIX. Cito: “Pero los pobres sin éxito en la vida, que enseñan el puño a los pobres que tuvieron éxito; los trabajadores sin for- tuna que se encienden en ira contra los trabajadores con fortuna, son lo- cos que quieren negar a la naturaleza humana el legítimo uso de las faculta- des que vienen con ella”. Se estableció entonces la idea de que la manera justa de rescatar a los po- bres de su miseria era mediante las transferencias constantes de los po- derosos a los menesterosos. Pero lo perjudicial de esas transferen- cias no era, obviamente, que se usa- ran para ayudar a los pobres a superar su inferioridad económica mediante el aprendizaje o el apoyo a iniciativas empresariales, como sucede con los microcréditos, algo generalmente muy positivo, sino que, en muchos ca- sos, especialmente en América Lati- na, se convirtieron en instrumentos de los partidos políticos populistas para fomentar el clientelismo, con lo cual se perpetuaba el problema en lugar de solucionarlo. El PRI mexicano, tras ejercer el poder durante siete décadas, mantenía en la pobreza, una pobreza agradecida, todo hay que decirlo, a más del 50% de la población que era, por cierto, donde obtenía su mayor respaldo electoral. Algo no muy diferente a lo que sucede en Venezuela, donde la popularidad de Hugo Chávez se sostiene en los sec- tores D y E de la población, los más pobres, cooptados mediante una es- trategia fatal de asistencialismo. En todo caso, el fenómeno del trans- ferencismo ha hecho metástasis ha- cia otras zonas de la convivencia y hoy afecta a las relaciones internacio- nales. El esquema de pensamiento es simi- lar: de la misma manera que muchas personas creen que la pobreza de un vasto sector de la sociedad se debe a la riqueza de unos pocos, son legiones quienes suponen que la riqueza de las naciones poderosas es producto de la explotación de las más débiles, lo que dicta la necesidad de establecer transferencias internacionales para paliar este incalificable atropello. En Naciones Unidas hasta se ha fijado un porcentaje fijo del Producto Bruto Nacional para cumplir con ese deber: el 0.8%. En realidad, esas transferencias, ma- nejadas entre burocracias públicas, sirven de muy poco. En la década de los sesenta del siglo pasado América Latina, dentro de la llamada Alianza para el progreso, se tragó treinta mil millones de dólares sin resultados apreciables. Y esto fue verdad incluso dentro del campo socialista, donde se suponía que la planificación centralizada ma- nejara mejor los recursos: sólo la pe- queña Cuba fagocitó entre 60 y 100 mil millones de dólares de subsidio soviético –depende del economis- ta que saque la cuenta- durante los treinta años que la Isla figuró como un satélite de Moscú. La falacia de la política de transferen- cias, defendida por los partidarios del igualitarismo, es inocultable: Las transferencias de quienes tienen a quienes no tienen, ya sean personas o países, no alivian la pobreza, sino tienden a convertirla en un problema crónico. Y la razón más evidente es que esos recursos los utilizan las cla- ses políticas dirigentes para amaes- trar conciencias y llenar estómagos agradecidos. Por otra parte, las transferencias po- seen un potencial factor de disgrega- ción cuando los donantes sienten que son esquilmados por los donados. Ese fenómeno lo vemos en la Unión

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