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Revista N°13

Revista NUEVA POLÍTICA 13 - Oct/2012 - 33 mico absolutamente subjetivo. Una persona puede encontrar la felicidad orando en el desierto, vestida de ha- rapos, como los anacoretas, o puede hallarla en un palacete rodeado de ri- quezas materiales. Puede sentirse feliz y realizado traba- jando intensamente en pos de ciertos objetivos filantrópicos, o, de lo contra- rio, dedicado al ocio, a la contempla- ción o la vida lúdica. Todo depende de sus valores y de las necesidades psí- quicas y emocionales que posea. Precisamente, una de las causas del fracaso de las dictaduras totalitarias, y de los inmensos perjuicios que ge- neran, ya sean las de inspiración mar- xistas, o las fascistas, sus primas her- manas ideológicas, radica en que la clase dirigente en esos regímenes se arroga el derecho a definir para todas las personas cuáles son las caracte- rísticas de la felicidad y cómo cada uno debe vivir para poder encontrarla. No hay malestar mayor para cualquier ciudadano que sufrir la arrogancia de unos funcionarios, dueños de la ver- dad absoluta, empeñados en negar- nos lo que disfrutamos y exigirnos lo que detestamos, imponiéndonos sus gustos y preferencias en todos los órdenes de la existencia y en todos los aspectos de la conducta, hasta tejer una camisa de fuerza social en la que, como suelen decir en los pa- raísos socialistas en una frase teñida por la melancolía: todo lo que no está prohibido, es obligatorio. De ahí que en esos Estados no hay felicidad posible. En ellos, buscar la felicidad propia, que es la única que existe, generalmente conduce a uno de los cuatro destinos que los Estados totalitarios les depa- ran a los ciudadanos desadaptados: la muerte, la cárcel, el exilio o la margi- nación social. Vale la pena, en este punto, consignar la primera falacia del igualitarismo: El reconocimiento de que todas las personas tienen los mismos derechos no implica que obtengan, y ni siquiera que deseen, los mismos resultados. Los Estados que tratan de uniformar los resultados, aunque estén llenos de buenas intenciones, lo que provo- can es una profunda infelicidad en los ciudadanos sujetos a esas arbitrarias imposiciones. Ante esta afirmación, no faltan quie- nes alegan que hay algo instintivo en la especie humana que nos lleva a re- chazar las diferencias en los modos y niveles de vida, especialmente cuando contemplamos personas rodeadas de riquezas frente a otras que apenas pueden alimentarse. En realidad, puede admitirse que, en efecto, existe un rechazo instintivo, pero no exactamente de los grados de riqueza, sino de la forma de adquirirla. Se sabe, por experimentos con pri- mates, esos parientes nuestros tan cercanos, que cuando la recompensa que reciben por la misma conducta es diferente, el chimpancé agraviado enseña los colmillos y manifiesta su inconformidad. Por ejemplo, a dos chimpancés se les enseña a la vez el mismo comporta- miento y a cada uno se le da como premio dos plátanos cuando hacen correctamente lo que se les pide. Pero si, cuando repiten el truco, uno recibe los dos plátanos y el otro sólo uno, el que recibe la menor recompensa sue- le protestar. Es posible, pues, hablar de una os- cura pulsión hacia la justicia a la que llamaremos instinto, pero se basa en el agravio comparativo de premiar a alguien arbitrariamente. De alguna manera, el fin del absolu- tismo y de la clase aristocrática res- ponde a esa búsqueda instintiva de la equidad, pero la verdadera equidad no estaba fundada en el reparto igualita- rio de los bienes materiales, sino en la obtención de recompensas y dis- tinciones como consecuencia de los méritos basados en el conocimiento, el trabajo, la eficacia, y la competencia entre personas y empresas. La idea, muy norteamericana, de que nadie estaba por encima de la ley y nadie, por lo tanto, merecía privile- gios, había arraigado en el corazón del nuevo Estado gestado por los padres fundadores, al extremo de prohibir constitucionalmente la aceptación de rangos aristocráticos. Habían llegado a formular ese princi- pio por razones éticas más que eco- nómicas, pero lo cierto es que ines- peradamente ahí estaba el núcleo central del fenómeno del desarrollo y la prosperidad crecientes: meritocra- cia y competencia. Nadie reparó, o a nadie le importó, que ambos factores, tanto la meritocracia como la competencia, no sólo inevi- tablemente generaran desigualdades, sino que ésas eran las causas del éxito. La meritocracia crea un orden social que premia y distingue a los que más saben, a los que mejor hacen su tra- bajo, a quienes cumplen las reglas con más probidad. La meritocracia establece la supre- macía de los mejores, lo que suele tra- ducirse en un mayor reconocimiento general y, por supuesto, en más bie- nes materiales. Ese orden social crea lo que en la cul- tura inglesa llaman ganadores y per- dedores, pero es posible que, cuando los triunfos no están fundados en el capricho ni en la arbitrariedad, sino en el talento y el esfuerzo objetivo de las personas, la aceptación de esa je- rarquía también responda a nuestros instintos. Al fin y al cabo, todos sabemos que dentro de nuestra psiquis se enfren- tan dos tendencias no siempre conci- liables: por una parte están las fuerzas centrípetas que nos unen al grupo (distintas formas de tribalismo, como el nacionalismo o el vínculo afectivo a equipos deportivos), y de la otra, las fuerzas centrífugas que nos llevan a tratar de fortalecer nuestro yo para destacar nuestra individualidad y ale- jarnos del grupo. Esa fuerza centrífuga nos conduce a competir con los demás y, cuando es extrema, cuando es patológica, se hace insoportable y la llamamos nar- cisismo. Para el narcisista, el otro ha desapa- recido y la única función de los demás seres humanos es ponerse a su ser- vicio. Quien no lo hace es una especie de traidor. El narcisista carece de em- patía y por eso es insoportable. Por la otra punta del asunto, cuando la autoestima es muy baja, el individuo

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