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Revista N°13

34 - Revista NUEVA POLÍTICA 13 - Oct/2012 sufre. Se siente inferior a las personas que lo rodean y ello le causa un hondo malestar psicológico. De ahí que podamos consignar otra falacia del igualitarismo: No es verdad que instintivamente las personas tiendan a procurar la igual- dad. Si hay, realmente, una urgencia natural, ésta nos lleva a destacarnos, a tratar de triunfar, a competir y a su- perar a los otros. Y este fenómeno, que pudiéramos calificar como darwi- nismo psicológico, está en la raíz del desarrollo de las sociedades, aunque dé lugar a desequilibrios y desigualda- des. Tratar de ahogarlo, como suelen hacer en las sociedades totalitarias, es una receta segura para la infelicidad individual y para el fracaso colectivo. El sueño americano y las desigualdades Uno de los conceptos que mejor re- sume esta realidad es el que engloba- mos tras la frase “el sueño america- no”. En rigor, pudiéramos sustituir esa expresión por otra más larga y más clara como “el deseo natural de toda persona razonable y laboriosa a me- jorar su nivel de vida con su propio y legítimo esfuerzo”. En el pasado hubo un sueño argenti- no, cuando cientos de miles de inmi- grantes europeos se desplazaron al mayor y acaso mejor dotado de los países hispanoamericanos. También hubo un sueño cubano, es- pecialmente entre 1902 y 1930. En ese periodo, la inmigración europea, casi toda española, prácticamente duplicó a la población nacional origi- nalmente censada en millón y medio de nativos. Y, hasta hace poco, pudo hablarse de un sueño español, dado que en el cur- so de poco más de una década casi un millón de hispanoamericanos vol- vieron a su vieja casa cultural en bus- ca de un mejor destino. Pero observemos de cerca ese impul- so: el inmigrante busca oportunidades para separarse del nivel social al que pertenece en su tribu de origen. La audacia y ese fuego interior que lo lleva a dejarlo todo, y a veces hasta jugarse la vida en una balsa, en una patera, o colocándose en manos de un coyote, por lograr un mejor destino para él y para su familia, es una verda- dera declaración de principios contra el igualitarismo. Ese emigrante quiere ser distinto, quiere sobresalir. Va a Estados Unidos porque no se trata de un sueño, sino de una realidad: él sabe que si traba- ja duro y cumple las reglas, logra in- tegrar los niveles sociales medios del país. No es un sueño: es un pacto no escri- to. Un pacto abierto que lo autoriza a pensar que sus hijos, mejor educados y con total dominio del idioma, pue- den ascender por la amistosa ladera social del único país que conozco en el que los inmigrantes, nacidos en el exterior, aunque hablen el inglés con cierto acento extranjero, a base de esfuerzo y talento, pueden escalar las más altas posiciones en la esfera pú- blica, como ha sido el caso de Henry Kissinger, del exsenador Mel Martínez o del exgobernador de California Ar- nold Schwarzenegger. Es el caso, también, en la esfera priva- da de, triunfadores antológicos como Roberto Goizueta, un exiliado cubano que presidió con un éxito extraordina- rio a Coca-Cola, la empresa emblemá- tica del capitalismo norteamericano, o George Soros, el magnate financiero nacido en Hungría y ciudadano de Estados Unidos, alguien capaz de es- tremecer el mercado o sacudir países con sus compras y ventas de accio- nes, valores o monedas. La falacia de los defensores del igua- litarismo, quienes, paradójicamente, dicen ser proinmigrantes, es obvia: Por definición, los inmigrantes son los mayores adversarios del igualita- rismo. Quieren ser diferentes a la so- ciedad y al grupo que dejaron en su país de origen. Quieren escalar por la ladera económica. Buscan mejores condiciones de vida y reconocimien- to social. Es absurdo percibir a los inmigrantes como pobres que bus- can ayuda pública. Lo que procuran es oportunidades para, precisamente, escapar de la manada. La torcida ética del igualitarismo Durante milenios, y muy especial- mente desde la entronización del cris- tianismo en Occidente, fue muy fre- cuente la crítica a quienes detentaban el poder económico. En esencia, la crítica a los poderosos se basaba en dos consideraciones: la idea de que la riqueza no se expandía y el comercio de bienes y servicios era una especie de suma-cero. Lo que uno ganaba, otro lo perdía. La segunda consideración tenía más fundamento. Desde el surgimiento de estructuras sociales complejas como consecuencia del desarrollo de la agri- cultura, aparecieron los privilegios y las dignidades. La clase dirigente, esto es, el jefe, los guerreros y los chamanes, extraían unas rentas abusivas de los campe- sinos mediante la violencia y la coer- ción. Era natural sentir esas obligaciones como algo profundamente injusto. Cuando se incrementaron la produc- ción artesanal y, en consecuencia, el número de comerciantes, todos situa- dos en burgos o centros urbanos, los privilegios se acentuaron. Estos factores económicos pactaron con la clase dirigente y crearon lo que el Premio Nobel de Economía Dou-

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